Noche larga: Exploración Aural en el Casino Metropolitano


Ya lo hemos dicho antes y lo seguiremos diciendo mientras aplique: de todos los eventos programados en Aural, Exploración es, muy probablemente, para muchos, LA noche. Quizá no estén los artistas más conocidos (y gran parte del encanto radica en eso), ni los más fáciles de escuchar, pero estas sesiones (y su antecedente en las antiguas sesiones de Decibel y Electrónica Experimental en el extinto Radar) casi siempre terminan por marcar a la mayoría. En esas antiguas ediciones, ¿cuántos no nos enamoramos al instante de Atsuhiro Itto, Daniel Menche, Oren Ambarchi, o cuántos pensamos que algún día veríamos en él a Tony Conrad o a Metamkine? La noche del 18 de marzo no fue la excepción en ese tipo de experiencias (pregúntenle a cualquiera que haya ido), así que vamos por partes.

Tal como les dijimos, aunado al tono underground de algunos de los actos, el edificio del Casino Metropolitano ayudó a que, verdaderamente, ese viernes se sintiera como que los que fuimos estábamos asistiendo a algo por debajo de la mesa, entiéndase, que nadie tenía idea exactamente de lo que pasaría. Ya sabemos lo que cada uno de los artistas programados habían hecho, pero para su presentación en Exploración Aural teníamos que usar la imaginación con anticipación o, en su defecto, esperar y aceptar lo que viniera. La mayoría de los asistentes hicimos precisamente eso.

Con lo que parecía ser un berimbau y una MacBook llena de stickers de pajaritos, Manrico Montero fue, definitivamente, el que más sorprendió respecto a lo que posiblemente esperábamos. De él pensábamos que tendríamos algunas de esas atmósferas súper cuidadas y muy procesadas a las que -digamos- nos tiene acostumbrados, y sin embargo abrió con algo totalmente distinto. Con los que parecían ser sonidos de aves y naturaleza en general, Montero empezó a dejar correr todo su arsenal de grabaciones y comenzó a trabajar sobre él. De cierta manera, uno reconocía su trabajo aun en este formato: soundscapes delicados y armados muy cautelosamente sólo que echando mano de herramientas o 'tipos' de sonido más nuevos que, por ser diametralmente opuestos al tipo de sonido digital que le conocemos, podía confundir de primera mano. Era complicado tratar de traducir las capas de sonido electrónico por sonidos de bosques o aves. Durante un muy buen rato, Montero siguió en esta línea, agregando capas y capas de material a su acto y de vez en cuando cambiando el curso de lo que hacía metiendo otros efectos, entonces, soltó todo su resto: cuando comenzó a utilizar su berimbau, el volumen subió considerablemente y todas esas capas ligeras se volvieron arrolladoras y pesadas. Ahora, lo que veíamos era a un Manrico Montero tratando de nivelar el ruidero de su laptop y los demás aparatos con el del berimbau y una mini caja de música que resonaba más fuerte que todo lo demás. Cuando pensábamos que ya no podía agregar más a todo esto, cuando pensábamos que ya no podía dejarnos más sordos, cortó el acto de un golpe y se despidió.









Para algunas personas, y lo decimos porque lo escuchamos en el Casino Metropolitano ese mismo día, el verdadero highlight de esa noche era, sin dudarlo, Aaron Dilloway. De él se podía adivinar que lo que haría sería muy bueno si tan sólo nos basábamos en lo que se puede escuchar en discos, desde piezas muy arriesgadas como Chain Shot o piezas más predecibles pero alucinantes como Psychic Driving Tapes, sin embargo, toda esta certeza se borraba de inmediato cuando uno veía vídeos o fotos de Dilloway manejando dos carretes de cinta con un cable que le salía de la boca: lo que sea que fuera a hacer, iba a ser demasiado. Y vaya que lo fue.

Dilloway se plantó frente a una mesita con muy poco equipo (se podían ver cómo acomodaba sus cintas en las orillas) y dejó correr todo. Desde el principio se sabía que iba a hacer lo que sabíamos que haría: mezclar cintas y dejar que estas repeticiones fueran formando una capa que, a diferencia de lo que solemos decir de cuando un músico utiliza capas de sonido para realizar su trabajo, en el caso de Dilloway estas capas se iban haciendo más y más densas e impasables. Al principio podíamos llevar la cuenta de lo que se escuchaba, pero en muy poco tiempo otras cintas se encimaban y ya era demasiado difícil seguirle el paso, y cuando nos empezábamos a acostumbrar a todo esto, Aaron utilizó ese dispositivo que le conocemos tan bien pero sin saber a ciencia cierta lo que es. Era un aparato que no funcionaba sólo como micrófono, sino que lo metía hasta las encías y provocaba una amplificación alucinante del sonido dentro de su boca. Por momentos parecía como si estuviera rayando discos o extendiendo cintas. Era curioso que con Dilloway todo podía ser entendido como el proceso de manejar una cinta de algún modo. Entonces, después de una pequeña pausa para reacomodar todo el sonido, Dilloway empezó a llevar hasta el extremo el concepto de "loops de cinta" y lo que escuchábamos era una serie de repeticiones fuertísimas, que hacían retumbar el Casino (un poco del mismo modo en que Montero de repente le subió al volumen), cada vez con menos y menos elementos reconocibles para identificar el loop y poco a poco se hacia una masa de ruido que apenas podíamos identificar como una repetición por algunos, muy pocos, elementos que se escuchaban. Como si no fuera suficiente, Dilloway retomó su instrumento y empezó a convulsionarse y a volverse un poseso y a generar un ruido aterrador. ¿Alguien recuerda a Daniel Menche hace dos años?, se subió a la mesa, se golpeó en el pecho, gritó… bueno, ni siquiera se le acerca: Dilloway parecía como si estuviera en medio de un remolino que nadie más que él veía y sentía. Para los que no estaban cerca del escenario, no se veía claramente si estaba gritando, mordiendo, moviéndose o azotándose en su propio lugar. Dilloway llegó verdaderamente a preocupar a quienes asistimos por no saber exactamente lo que hacía. Cuando era más y más agresiva la escena, con él manipulando sus cintas y convulsionándose, de repente Aaron detuvo todo, se paró y se fue. Quienes lo vimos podemos resumir su acto con un sincero y sonoro WOW









Si Manrico Montero fue la revelación y Dilloway el shock, Kan Mikami era la incógnita. Mucha gente se preguntaba: qué hace este japonés folk en Aural. Algunos pensábamos que lo más interesante de su acto en un contexto como el de Aural era la forma tan particular de mezclar la guitarra semi-acústica con un tono noise sólo con la interpretación, sin nada de procesamiento digital ni pedales. Escrito así, sonaba muy interesante. Y justo eso fue.
Mikami se subió al escenario dispuesto a salir de él con nada: saltó, recorría el escenario, iba a toda velocidad, se detenía intempestivamente, pasaba su mano por todo el brazo de la guitarra y por momentos tocaba como si fuera un rockero de corazón que se burlaba del rock. Mikami desplegó una interpretación que, en serio, quienes pudieron ver definitivamente no se les va a olvidar. A sus sesenta y pico años, Mikami tocaba como si tuviera prisa, a toda velocidad, con figuras de guitarra más o menos sencillas pero tocadas de una manera tan dinámica que ya muy difícilmente se ven actualmente, incluso en tipos de música más complejos que el folk-noise que hace Kan. Mikami se pegaba al micrófono a susurrar letras que, por ahí se escuchó, alguno que otro se sabía. Cerca de donde estábamos escuchamos un sincero "Por primera vez en mi vida quisiera saber japonés". El tono de Mikami hacía que pareciera que estaba contando/cantando las letras más tristes y desoladoras del universo, sin embargo, sus múltiples rostros, de tristón a jovencito fuera de control a músico experimental con sólo una guitarra acústica, hacía difícil saber de qué hablaba y en qué tono lo hacía. Mikami pasó lista por una gran variedad de recursos: riffs rápidos, voz muy baja, berridos y gritos a todo pulmón. Lo mejor de ellos, es que justo cuando Mikami gritaba más desaforadamente es cuando los acordes de guitarra era más bajos y tranquilos, era como si hiciera una inversión de tonos: bajar la guitarra, subir la voz, así, Mikami construyó durante el buen rato que duró sobre el escenario una serie de silencios y sonidos tan estridente pero tan ordenada que muchos no podíamos más que quedarnos maravillados sin saber bien a bien por qué. Ya fuera por su enorme carisma sobre el escenario, su pésimo inglés (al principio parecía que hablaba en japonés), su fuerza en la guitarra, su enorme despliegue de sonido con un mínimo despliegue de recursos o sus paseos a toda velocidad sobre el escenario, Mikami rompió las quinielas de todos los asistentes con una demostración de bríos e ímpetus que, definitivamente, no se ven muy seguido en el noise (y menos detrás de una laptop).









Maja Ratkje tampoco se quedó atrás si de sorprender se trataba. De ella conocíamos dos vertientes de su trabajo muy claras: aquellas donde mezclaba su voz con un arreglo muy ruidoso y entrecortado y otro en el que desplegaba una serie de cantos, uno encima de otro, que generaban atmósferas a las que era imposible resistirse. Quizá con Mikami, Dilloway y Montero como preámbulo, pensábamos que Ratkje también se subiría a destrozar el escenario, pero fue justo lo contrario. O de hecho sí lo destrozo, pero de maneras en que difícilmente se logra destruir uno.

Después de horas de montaje y de pedirle al público que apagara sus cigarros por la alergia de Maja, por fin empezó todo: a decir verdad, Ratkje echó mano de tantas herramientas y recursos (salvo el theremin que instaló y nunca usó) que es difícil contar, paso por paso, qué fue lo que hizo. Maja utilizó repeticiones que fue alterando de maneras muy sutiles y, por momentos, muy atrabancadas (a veces parecía que todo se le venía encima). Conforme este escenario se fue haciendo denso y más y más homogéneo, Ratkje utilizaba otro recurso: respiraciones, gritos (menos desaforados que los que le conocemos), campanillas, susurros. Era rarísimo atestiguar que los sonidos más delicados y pequeños, una vez pasados por los dispositivos de Ratkje, se volvían trombas de sonido que a su vez volvían a ser procesadas y se modificaban a algo más suave. La mayor virtud de Ratkje fue lograr contener todo este bulldozer de sonidos, naturales y procesados para, eventualmente, ya entrados en su acto, comenzar a sobreponer su voz: cuando Ratkje se puso decididamente a cantar es cuando las cosas ocurrieron: sobre todo el sonido que había construido por casi una hora, Maja decidió apenas colocar su voz por encima, primero con gritos y cantos muy prolongados y posteriormente, hacia el final de su acto, estaba, literalmente, cantando. ¿Es necesario describir la voz de Ratkje en estos casos? Es lo más bonito que han escuchado en un concierto así. Con una voz que alcanza rangos que ustedes ni siquiera se imaginan y con un tono ligeramente épico, al final de su presentación, parecía que estábamos escuchando la banda sonora de una película de Matthew Barney. Maja Ratkje uso tanto e hizo tanto que lo que sea que digamos de ella será muy poco. Valga decir, a falta de mejores términos, que aunque esperábamos mucho de ella se las arregló para sorprendernos aún más de lo que estábamos dispuestos a sorprendernos, canto más alto de lo que estábamos listos para escuchar, mezcló más fuentes de las que pensamos que mezclaría en vivo y prolongó ese sonido, hecho de varias decisiones correctas e incorrectas, hasta hacer que nos olvidáramos que estábamos en un concierto de música experimental-noise.












Y no, nunca tocó el theremin.