NO cruzar los cables: El nicho Aural 1 en Casino Metropolitano


Muchos de los que asistieron a Exploración Aural el 18 de marzo se quedaron petrificados con todo lo que hubo: Manrico Montero, Aaron Dilloway, Kan Mikami, Maja Ratkje, y muchos otros, menos despistados, pensaron que podían plantarse y quedarse así como así en lo que seguía: El Nicho Aural #1. Sin embargo, esto se dilucidó pronto: contra los muros roídos y agrietados del Casino Metropolitano sobre los que gente como Dilloway destruyó todo a su paso o Ratkje sacudió hasta al más dormido, a eso de las 11 de la noche nos enteramos que había otro lugar que no conocíamos: el primer piso del Casino.



Desde que vimos a la salida la -ahora- nueva taquilla de El nicho Aural sabíamos que, tal como su director, Eric Namour, había anunciado, esto tendría un sabor un poco más de lo que suele conocerse por un festival: permanencia prolongada, un tono más underground. Para empezar, el horario: el concierto tendría lugar de 11 de la noche a 2 de la mañana, por lo que el quedarse ya era algo lo suficientemente distinto de lo que estábamos acostumbrados. Desde la salida, donde un nutrido grupo de fumadores se congregaron en el ínterin y veíamos la taquilla colocada frente a una escalera estilo s.XIX, sabíamos que la cosa iba a ser muy distinta.




Cuando por fin pudimos subir, entendimos todo: en una especie de hall o recibidor como sacado de una película de Kubrick (neoclásica como se la imaginan: molduras, lámparas elegantes, acabados de otras épocas) pudimos ver a cuatro figuras que ya conocíamos de un par de días antes y que ya sabíamos de lo que eran capaces. Sin asientos y a nivel de piso tanto músicos como público, como si fuera en nuestra propia casa y muy de cerca, los tamaños y virtudes de estos monstruos de la improvisación salió a relucir de una manera tan llana e impactante a la vez que muchos no sabíamos si a eso veníamos o todo lo contrario.





John Edwards había hecho un desastre en el Teatro de la Ciudad. Minutos antes de él subió Mark Dresser y algunos pensaron que ya no se le podía sacar más ruido a ese contrabajo, y cuando John subió corroboramos que era posible. Con eso en mente quienes asistimos a ambos conciertos vimos cómo John, esta vez sin competencia ni expectativa, se dedicaba a sacarle hasta lo impensable al contrabajo. Edwards, como ya lo habíamos visto, pasó delicadamente de casi no tocar siquiera su instrumento a atosigarlo y zangolotearlo como si le quedara algo ahí dentro. Era impactante verlo: se encontraba ahí, parado, colocado detrás de su bajo, era difícil predecir sus movimientos, no veíamos una especie de confrontación entre Edwards y su instrumento, sino como una especie de unidad completa o de dupla que entre los dos buscaban algo. Era como ver a un gato dando zarpazos al aire: lo que sea que esté buscando, no escatima energías en hacerlo. Y así se comportó John, como un poseso que buscaba algo justo entre él y nosotros. Vimos buscarlo, pasar de velocidades bruscamente, pensar que lo encontraba y dirigirse hacia él de nuevo. Cuando terminó no supimos si era todo, si había acabado o, simplemente -y con justo derecho- ya no podía más. John Edwards nos mostró cómo un músico puede buscar algo y encontrar nada más que esa misma búsqueda y quedarse sólo con eso.




Para describir lo que ocurrió cuando Evan Parker, un monstruo en el saxofón, se paró frente a frente a Germán Bringas, un mastodonte capaz de levantar autos sólo con su sax, podemos usar esta imagen: imagínense dos trenes corriendo a toda velocidad, uno a lado del otro, ambos haciendo un ruido horrible, brutal, aterrador para cualquiera que estuviera cerca. Y quienes estuvieron ahí, están encima, con un pie sobre cada tren, cegados por todo el vapor y el viento y el ruido. Germán y Evan se pusieron uno frente a otro y, sin mayor truco ni engaño, se pusieron a responderse entre ellos. Fue como en las caricaturas cuando dos personajes se pelean y aparece una nube de la que salen manos y pies y maldiciones y cualquiera que se encuentre cerca será absorbido por el alboroto. Los que estaban más cerca de ellos no podían cambiar el rostro de fascinación. Cuando nos enteramos de este acto en Aural muchos nos imaginamos una especie de batalla de gigantes en la que lo interesante no sería ver quién ganaba, sino cómo se mataban entre ellos. Germán y Evan no se mataron entre sí, pero sí se mantuvieron lo suficientemente cerca de todos para generar temor y expectativa. Cuando todo terminó fue como despertar: nadie supo qué nos golpeó. Sólo terminaron y nos dimos cuenta que estuvimos ahí y probablemente no se nos va a olvidar.









El cierre de la primera emisión de El Nicho Aural era con Chris Corsano. Vimos a Corsano comportarse como un dandy sobre el escenario del Teatro de la Ciudad que al mismo tiempo que le seguía la pista a Russel, Parker y Edwards, agregaba un tipo de percusión que destacaba por sí misma. No hubo mucho tiempo para los solos eternos de cada miembro, pero cuando fue el turno de Corsano lo vimos, literalmente, dar cátedra de cosas que se pueden y casi no se pueden hacer con una batería, así que en esta ocasión de El nicho Aural no esperábamos menos. Corsano se sentó en su batería frente a un espejo antiguo y elegante y, de ese mismo modo, comenzó a repasar técnica por técnica de su arsenal improvisatorio. Lo vimos tratar a sus tambores como si de un instrumento de frotación se tratara, como si tuvieran un tipo de sonido extraño que hubiera que escuchar casi con puro poder de autoconvencimiento, por otro momento como si fueran bombas de sonido que sólo él supiera manejar para comportarse como tales o todo lo contrario. Vimos a Corsano comportarse ahí en el Casino de dos formas: como alguien que hace algo que sólo él sabe lo que está ocurriendo, y como alguien que, importándole o no los demás a su alrededor, seguía esta premisa con determinación. Quienes pudieron seguirle la pista casi casi descubrieron sus métodos y procesos para hacer lo que hace con la batería. Los que se quedaron atrás y perdieron el tren, por lo menos, pudieron quedarse con esa sensación de que algo pasó muy cerca de ellos. Así se sintió, al final, lo que hizo Corsano: como algo que pasó demasiado rápido para saber exactamente con qué lo hizo pero que estuvo el tiempo suficiente para saber que dejo todo patas pa'rriba.











Una vez terminado el concierto a altas horas de la madrugada, y después de todo lo que pasó, comprendimos que El nicho Aural sería un festival muy distinto. Y esto apenas empezaba, nos quedaba un fin de semana MUY ajetreado...

Noche larga: Exploración Aural en el Casino Metropolitano


Ya lo hemos dicho antes y lo seguiremos diciendo mientras aplique: de todos los eventos programados en Aural, Exploración es, muy probablemente, para muchos, LA noche. Quizá no estén los artistas más conocidos (y gran parte del encanto radica en eso), ni los más fáciles de escuchar, pero estas sesiones (y su antecedente en las antiguas sesiones de Decibel y Electrónica Experimental en el extinto Radar) casi siempre terminan por marcar a la mayoría. En esas antiguas ediciones, ¿cuántos no nos enamoramos al instante de Atsuhiro Itto, Daniel Menche, Oren Ambarchi, o cuántos pensamos que algún día veríamos en él a Tony Conrad o a Metamkine? La noche del 18 de marzo no fue la excepción en ese tipo de experiencias (pregúntenle a cualquiera que haya ido), así que vamos por partes.

Tal como les dijimos, aunado al tono underground de algunos de los actos, el edificio del Casino Metropolitano ayudó a que, verdaderamente, ese viernes se sintiera como que los que fuimos estábamos asistiendo a algo por debajo de la mesa, entiéndase, que nadie tenía idea exactamente de lo que pasaría. Ya sabemos lo que cada uno de los artistas programados habían hecho, pero para su presentación en Exploración Aural teníamos que usar la imaginación con anticipación o, en su defecto, esperar y aceptar lo que viniera. La mayoría de los asistentes hicimos precisamente eso.

Con lo que parecía ser un berimbau y una MacBook llena de stickers de pajaritos, Manrico Montero fue, definitivamente, el que más sorprendió respecto a lo que posiblemente esperábamos. De él pensábamos que tendríamos algunas de esas atmósferas súper cuidadas y muy procesadas a las que -digamos- nos tiene acostumbrados, y sin embargo abrió con algo totalmente distinto. Con los que parecían ser sonidos de aves y naturaleza en general, Montero empezó a dejar correr todo su arsenal de grabaciones y comenzó a trabajar sobre él. De cierta manera, uno reconocía su trabajo aun en este formato: soundscapes delicados y armados muy cautelosamente sólo que echando mano de herramientas o 'tipos' de sonido más nuevos que, por ser diametralmente opuestos al tipo de sonido digital que le conocemos, podía confundir de primera mano. Era complicado tratar de traducir las capas de sonido electrónico por sonidos de bosques o aves. Durante un muy buen rato, Montero siguió en esta línea, agregando capas y capas de material a su acto y de vez en cuando cambiando el curso de lo que hacía metiendo otros efectos, entonces, soltó todo su resto: cuando comenzó a utilizar su berimbau, el volumen subió considerablemente y todas esas capas ligeras se volvieron arrolladoras y pesadas. Ahora, lo que veíamos era a un Manrico Montero tratando de nivelar el ruidero de su laptop y los demás aparatos con el del berimbau y una mini caja de música que resonaba más fuerte que todo lo demás. Cuando pensábamos que ya no podía agregar más a todo esto, cuando pensábamos que ya no podía dejarnos más sordos, cortó el acto de un golpe y se despidió.









Para algunas personas, y lo decimos porque lo escuchamos en el Casino Metropolitano ese mismo día, el verdadero highlight de esa noche era, sin dudarlo, Aaron Dilloway. De él se podía adivinar que lo que haría sería muy bueno si tan sólo nos basábamos en lo que se puede escuchar en discos, desde piezas muy arriesgadas como Chain Shot o piezas más predecibles pero alucinantes como Psychic Driving Tapes, sin embargo, toda esta certeza se borraba de inmediato cuando uno veía vídeos o fotos de Dilloway manejando dos carretes de cinta con un cable que le salía de la boca: lo que sea que fuera a hacer, iba a ser demasiado. Y vaya que lo fue.

Dilloway se plantó frente a una mesita con muy poco equipo (se podían ver cómo acomodaba sus cintas en las orillas) y dejó correr todo. Desde el principio se sabía que iba a hacer lo que sabíamos que haría: mezclar cintas y dejar que estas repeticiones fueran formando una capa que, a diferencia de lo que solemos decir de cuando un músico utiliza capas de sonido para realizar su trabajo, en el caso de Dilloway estas capas se iban haciendo más y más densas e impasables. Al principio podíamos llevar la cuenta de lo que se escuchaba, pero en muy poco tiempo otras cintas se encimaban y ya era demasiado difícil seguirle el paso, y cuando nos empezábamos a acostumbrar a todo esto, Aaron utilizó ese dispositivo que le conocemos tan bien pero sin saber a ciencia cierta lo que es. Era un aparato que no funcionaba sólo como micrófono, sino que lo metía hasta las encías y provocaba una amplificación alucinante del sonido dentro de su boca. Por momentos parecía como si estuviera rayando discos o extendiendo cintas. Era curioso que con Dilloway todo podía ser entendido como el proceso de manejar una cinta de algún modo. Entonces, después de una pequeña pausa para reacomodar todo el sonido, Dilloway empezó a llevar hasta el extremo el concepto de "loops de cinta" y lo que escuchábamos era una serie de repeticiones fuertísimas, que hacían retumbar el Casino (un poco del mismo modo en que Montero de repente le subió al volumen), cada vez con menos y menos elementos reconocibles para identificar el loop y poco a poco se hacia una masa de ruido que apenas podíamos identificar como una repetición por algunos, muy pocos, elementos que se escuchaban. Como si no fuera suficiente, Dilloway retomó su instrumento y empezó a convulsionarse y a volverse un poseso y a generar un ruido aterrador. ¿Alguien recuerda a Daniel Menche hace dos años?, se subió a la mesa, se golpeó en el pecho, gritó… bueno, ni siquiera se le acerca: Dilloway parecía como si estuviera en medio de un remolino que nadie más que él veía y sentía. Para los que no estaban cerca del escenario, no se veía claramente si estaba gritando, mordiendo, moviéndose o azotándose en su propio lugar. Dilloway llegó verdaderamente a preocupar a quienes asistimos por no saber exactamente lo que hacía. Cuando era más y más agresiva la escena, con él manipulando sus cintas y convulsionándose, de repente Aaron detuvo todo, se paró y se fue. Quienes lo vimos podemos resumir su acto con un sincero y sonoro WOW









Si Manrico Montero fue la revelación y Dilloway el shock, Kan Mikami era la incógnita. Mucha gente se preguntaba: qué hace este japonés folk en Aural. Algunos pensábamos que lo más interesante de su acto en un contexto como el de Aural era la forma tan particular de mezclar la guitarra semi-acústica con un tono noise sólo con la interpretación, sin nada de procesamiento digital ni pedales. Escrito así, sonaba muy interesante. Y justo eso fue.
Mikami se subió al escenario dispuesto a salir de él con nada: saltó, recorría el escenario, iba a toda velocidad, se detenía intempestivamente, pasaba su mano por todo el brazo de la guitarra y por momentos tocaba como si fuera un rockero de corazón que se burlaba del rock. Mikami desplegó una interpretación que, en serio, quienes pudieron ver definitivamente no se les va a olvidar. A sus sesenta y pico años, Mikami tocaba como si tuviera prisa, a toda velocidad, con figuras de guitarra más o menos sencillas pero tocadas de una manera tan dinámica que ya muy difícilmente se ven actualmente, incluso en tipos de música más complejos que el folk-noise que hace Kan. Mikami se pegaba al micrófono a susurrar letras que, por ahí se escuchó, alguno que otro se sabía. Cerca de donde estábamos escuchamos un sincero "Por primera vez en mi vida quisiera saber japonés". El tono de Mikami hacía que pareciera que estaba contando/cantando las letras más tristes y desoladoras del universo, sin embargo, sus múltiples rostros, de tristón a jovencito fuera de control a músico experimental con sólo una guitarra acústica, hacía difícil saber de qué hablaba y en qué tono lo hacía. Mikami pasó lista por una gran variedad de recursos: riffs rápidos, voz muy baja, berridos y gritos a todo pulmón. Lo mejor de ellos, es que justo cuando Mikami gritaba más desaforadamente es cuando los acordes de guitarra era más bajos y tranquilos, era como si hiciera una inversión de tonos: bajar la guitarra, subir la voz, así, Mikami construyó durante el buen rato que duró sobre el escenario una serie de silencios y sonidos tan estridente pero tan ordenada que muchos no podíamos más que quedarnos maravillados sin saber bien a bien por qué. Ya fuera por su enorme carisma sobre el escenario, su pésimo inglés (al principio parecía que hablaba en japonés), su fuerza en la guitarra, su enorme despliegue de sonido con un mínimo despliegue de recursos o sus paseos a toda velocidad sobre el escenario, Mikami rompió las quinielas de todos los asistentes con una demostración de bríos e ímpetus que, definitivamente, no se ven muy seguido en el noise (y menos detrás de una laptop).









Maja Ratkje tampoco se quedó atrás si de sorprender se trataba. De ella conocíamos dos vertientes de su trabajo muy claras: aquellas donde mezclaba su voz con un arreglo muy ruidoso y entrecortado y otro en el que desplegaba una serie de cantos, uno encima de otro, que generaban atmósferas a las que era imposible resistirse. Quizá con Mikami, Dilloway y Montero como preámbulo, pensábamos que Ratkje también se subiría a destrozar el escenario, pero fue justo lo contrario. O de hecho sí lo destrozo, pero de maneras en que difícilmente se logra destruir uno.

Después de horas de montaje y de pedirle al público que apagara sus cigarros por la alergia de Maja, por fin empezó todo: a decir verdad, Ratkje echó mano de tantas herramientas y recursos (salvo el theremin que instaló y nunca usó) que es difícil contar, paso por paso, qué fue lo que hizo. Maja utilizó repeticiones que fue alterando de maneras muy sutiles y, por momentos, muy atrabancadas (a veces parecía que todo se le venía encima). Conforme este escenario se fue haciendo denso y más y más homogéneo, Ratkje utilizaba otro recurso: respiraciones, gritos (menos desaforados que los que le conocemos), campanillas, susurros. Era rarísimo atestiguar que los sonidos más delicados y pequeños, una vez pasados por los dispositivos de Ratkje, se volvían trombas de sonido que a su vez volvían a ser procesadas y se modificaban a algo más suave. La mayor virtud de Ratkje fue lograr contener todo este bulldozer de sonidos, naturales y procesados para, eventualmente, ya entrados en su acto, comenzar a sobreponer su voz: cuando Ratkje se puso decididamente a cantar es cuando las cosas ocurrieron: sobre todo el sonido que había construido por casi una hora, Maja decidió apenas colocar su voz por encima, primero con gritos y cantos muy prolongados y posteriormente, hacia el final de su acto, estaba, literalmente, cantando. ¿Es necesario describir la voz de Ratkje en estos casos? Es lo más bonito que han escuchado en un concierto así. Con una voz que alcanza rangos que ustedes ni siquiera se imaginan y con un tono ligeramente épico, al final de su presentación, parecía que estábamos escuchando la banda sonora de una película de Matthew Barney. Maja Ratkje uso tanto e hizo tanto que lo que sea que digamos de ella será muy poco. Valga decir, a falta de mejores términos, que aunque esperábamos mucho de ella se las arregló para sorprendernos aún más de lo que estábamos dispuestos a sorprendernos, canto más alto de lo que estábamos listos para escuchar, mezcló más fuentes de las que pensamos que mezclaría en vivo y prolongó ese sonido, hecho de varias decisiones correctas e incorrectas, hasta hacer que nos olvidáramos que estábamos en un concierto de música experimental-noise.












Y no, nunca tocó el theremin.

Text of Light en la Cineteca Nacional: Lee Ranaldo, Alan Licht, Ulrich Krieger y Tim Barnes


Era obvio pensar que se esperaba mucho, por no decir demasiado de la presentación de Text of Light el pasado jueves 17 de marzo en la Cineteca Nacional en el tercer concierto de Aural, es decir, aunque el grupo estaba conformado por los talentos de Alan Licht, Tim Barnes y Ulrich Krieger el fan promedio no podía olvidar el hecho de que se trataba de un proyecto de Lee Ranaldo, fundador de Sonic Youth, una de las bandas más importantes no sólo para el rock sino para la música contemporánea de los últimos 30 años. Hace 5 años, cuado Thurston Moore vino con Wiliam Winant y Tom Surgal al Salón México al extinto Radar se veían, a manos llenas, asistentes con camisetas de Sonic Youth listos para entrar a ver lo que sea que fuera a hacer Thurston con dos bateristas. Una de las aportaciones más importantes de la banda neoyorquina a la música es haber introducido a un público muy amplio a ideas más experimentales y difíciles. Ryan O’Connell, de thoughtcatalog.com, dice que el 60% de las personas que dicen ser fans de Sonic Youth está mintiendo: mientras que las guitarras repetitivas y bellamente desafinadas son para algunos material fértil para un pop gritón y radical chic, para el otro 40% de desadaptados son una introducción a el ruido, la repetición ad nauseam y la experimentación. Ese 40% de desadaptados son los mismos que llenaron aquel Salón México en 2006 y la Sala 1 de la Cineteca Nacional la semana pasada, y este espíritu colectivo de no saber exactamente lo que pasaría pero estar demasiado emocionados al respecto se sentía desde la entrada: íbamos a ver a Lee Ranaldo improvisar junto con otros 3 músicos de primera línea frente a una pantalla con películas experimentales de los 60’s y 90’s. Los que pertenecen a ese 40% de geeks entienden lo emocionante de este último renglón y saben perfectamente qué esperar al respecto, y es que, una cosa interesante de todos aquellos que entraron a la música experimental vía Sonic Youth es que saben muy bien que no importa cuánto hayas escuchado de improvisación, sea electrónica, free jazz o noise: cuando se trata de proyectos alternos de miembros de SY sabes que va a pasar algo más, algo que no has visto antes, quizá muy simple, pero algo completamente nuevo. Y pasó.


Después de una selección de películas de Tony y Beverly Conrad, Pip Chodorov y Guy Sherwin, sobre el estrado frente a la pantalla salieron, como si ya nos conocieran de antes, Lee Ranaldo, Alan Licht, Ulrich Krieger y Tim Barnes. Tan sencillo como decía en el programa en palabras de Licht, el cuarteto se paró frente a la pantalla, prácticamente sin atender a la película de Stan Brakhage en el momento (The Horseman, the Woman and the Moth de 1968) y más bien dejó que se integrara como un 5to integrante. A partir de ese momento, en una oscuridad casi sepulcral que hacía difícil ver a detalle lo que cada uno hacía, y sumado al hecho que había dos juegos distintos de bocinas a ambos lados de la pantalla, el sonido se repartía libremente, se movía, a veces parecía que salía de un lado contrario al del músico que lo provocaba, y eso hacía que si uno pretendía enfocarse solamente en ver a los 4 tocado, aun esa experiencia resultaba complicada, pues entre el sonido en movimiento, la oscuridad y la película sobre sus cabezas, lo que ocurría allí arriba era algo en general, algo que había que tomar con ambas manos o sería muy difícil de atrapar.


Por su parte, Ulrich Krieger vino a poner muy en claro la diferencia entre un saxofón en un conjunto de improvisación y lo que él hacía. Krieger define la manera en que interpreta el saxofón como “electrónica acústica” y generalmente lo utiliza como una manera de producir sonidos quasi electrónicos. Lo que venía de Krieger era una serie de sonidos que difícilmente se pensarían como de un saxofón. Las resonancias, los arranques de notas y el volumen que caracterizan a este instrumento estaban en algún otro sitio, porque lo que Krieger hizo fue generar los sonidos más difíciles de todo el cuarteto. Un punto entre algo ligeramente reconocible del saxofón y algo entre la electrónica y el ruido venían de él. Aunque disperso, el sonido de Krieger no funcionaba como una base para los demás: tenía lo suficiente para moverse por sí mismo entre Licht, Ranaldo y Barnes. Por un momento, más o menos a la mitad del concierto, Krieger soltó una repetición de notas lentas que marcaban una especie de impasse para los otros. En ese momento, cuando el saxofón era lo más parecido a un saxofón, aun en ese momento lo que hacía Krieger sonaba a otra cosa, sonaba con más fuerza y determinación que un saxofón, por ejemplo, de free jazz, marcando un cambio en un ensamble. Entre la electrónica, la voz y el saxofón, Krieger administraba un sonido que se movía en tierra de nadie, lo que le daba la ventaja de tomarnos a todos por sorpresa. Hacia el final del concierto, una voz que venía de donde Barnes delataba a un Ulrich Krieger gritando a todo lo que da contra el micrófono: y aun en esa situación, con todo el procesamiento de sonido y toda la atmósfera que había creado con todo lo demás, aún ahí la voz de Krieger sonaba a otra cosa: Krieger tiene manejada con tanta decisión su idea de “electrónica acústica” que incluso un sonido como es de la voz, con él, se mueve de maneras extrañas.


Del otro lado del escenario, con un par de pedales y sentado en una silla, Alan Licht manipulaba una guitarra eléctrica. Así, sin más. A diferencia de lo que hacía Lee con la guitarra, Licht generaba campos muy densos de un sólo sonido que prolongaba y elevaba en volumen. Esta sencillez de decisiones de Licht (y todavía no hablamos de su participación en El Nicho Aural) le permite abarcar lo más posible. Con medios sencillos y sin recurrir a un abanico demasiado amplio de notas, Licht provocaba los momentos de guitarra más escandalosos y contundentes de todo Text of Light. Mientras Barnes, Ranaldo y Krieger se dispersaban, Licht venía a recordarnos que detrás de toda la marea de sonidos, por muy volátil y móvil que pueda ser, siempre hay uno más, atrás, que es tan constante y fuerte que es difícil perder de vista. Lo que hacia Licht era no dejar espacios vacíos o, por ponerlo en términos más simples: con un solo movimiento en la guitarra (raspando una cuerda a lo largo o repitiendo una nota un par de veces), el muro de sonido que producía no dejaba que nadie se perdiera, el ruido que venía de Licht, razonado y discreto dentro de todo, insistía e insistía hasta que, en una parte del concierto, fue difícil de evadir cuando prácticamente copaba todo el espacio, una nota o dos de guitarra se habían crecido como una bola de nieve y todos los que estábamos ahí vimos cómo estuvo a punto de caer sobre los demás. Licht pudiera parecer quien menos se movió de su lugar y quien menos ruido hizo, pero quienes estuvieron atentos saben que fue exactamente lo contrario, un tipo de sonido que ha caracterizado toda su producción: decisiones simples y resultados devastadores.


Aunque suene raro, y sobre todo, aunque sea algo difícil de prever, era difícil contenerse en la Cineteca aquel jueves. Aunque con menos reflectores que Ranaldo, el paso de Tim Barnes por Aural fue una sensación. Había casi una fila de personas que querían una foto de su batería y obviamente otra igual para acercarse a él. Estábamos ante un baterista que había trabajado en algunos de los proyectos más interesantes y significativos de su momento. Un punto interesante para describir lo que hizo Barnes en Text of Light en comparación con otros proyectos en los que se ha visto involucrado es tomando como referencia su colaboración con Jim O’Rourke en el que es uno de sus discos pop más alabados a la fecha: Halfway to a Threeway. Aunque un tipo de música mucho más accesible, la participación de Barnes en dicho proyecto hace patente su flexibilidad. En ese disco Barnes no necesita poner demasiado de su parte, apenas marcar ritmos, acentuar momentos, un punto entre un jazz elemental y el pop más simple, y es justo en este ejercicio de reticencia, en el que pareciera tocar sólo los tambores estrictamente necesarios en los momentos específicos y no más, a veces casi de manera parca y seca, es donde reconocemos al mejor Barnes. Con esta reticencia, economía y sequedad, Barnes asaltó la batería y dejó muy poco a la imaginación del público: hizo exactamente lo que tenía que hacer. Quien tuviera expectativas sobre lo que haría Barnes, seguramente quedó rebasado, pues Barnes recurrió por igual a momentos de agresividad extrema al atacar los tambores más graves como al producir sonidos con objetos casi tomados con pinzas. En ningún momento alguien pudo haber dicho que estaba haciendo demasiado, acaparando espacio o tocando sólo un base: Barnes se mantuvo todo el tiempo calibrando el sonido de sus compañeros y examinando qué era lo que tenía que hacer exactamente. Lo que vimos no fue a un baterista desplegando, como si le sobraran, cualidades, sino a un baterista cuya mejor carta es la exactitud y reconocimiento de la situación musical en la que se encuentra, sea pop o noise o experimental o improvisación.


El más buscado y perseguido, irónicamente, la participación de Lee Ranaldo en Text of Light fue la más prudente de los 4. Con discreción pero sin falta de bríos, Ranaldo levantó el puño al subir al escenario, como es su costumbre, y una multitud delante de él le respondió. Esta era la señal de que lo que fuera a hacer sobre el escenario, del tipo que fuera, sería memorable, y tendría la misma energía que cualquier otra de sus presentaciones. Vimos a Ranaldo pasear a su guitarra sobre el escenario, acercándola al amplificador o barriendo el piso con ella y frotándola contra la duela, lo vimos azotar una silla y usar un arco, lo vimos dejando a su guitarra en algún punto del escenario y dejarla hacer lo que ya hacía. Ranaldo desplegó todo el arsenal de herramientas que lo ha caracterizado por mucho tiempo pero, muy probablemente, lo más increíble de haberlo visto ahí, en la Cineteca a lado de Licht, Barnes y Krieger, era cómo alguien con una experiencia tan amplia en tantos campos artísticos podía darse el lujo de medir sus movimientos con tanta precisión. O sea: Ranaldo no tiene que buscar una nueva manera de hacer trucos viejos en sus presentaciones, no requiere de sorprender. Y quienes fueron a verlo ese día lo sabían muy bien. Cuando uno lo ve sobre el escenario, visualmente no tan espectacular como sus compañeros, sabe que lo que está haciendo ahí es algo fuerte, es algo cuya formación viene de años atrás y se sigue construyendo. Con sus movimientos sencillos y conocidos, Ranaldo impactó muchísimo a todos los que asistimos el 17 de marzo porque fuimos a constatar que sí, ese algo que se construye siempre en una presentación de este tipo con estos artistas, que hemos visto antes y presentíamos de algún modo, se sigue construyendo, sigue pasando. Hay un algo, por ejemplo, en el sonido que recordamos quienes estuvimos frente a Sonic Youth en 2004 o 2007 o frente a Moore con Winant y Surgal en 2006, que pensábamos que encontraríamos y a la vez no encontraríamos en Text of Light. Y ocurrió. Cuando Lee bajó del escenario rodeado de fanáticos, o cuando entró con un puño en alto, cuando se movió con su guitarra sobre su pedazo de escenario o cuando parecía que estaba tratando de hacer más ruido del que podía, aunque suene raro, sabíamos lo que estaba ocurriendo. Después de la intensidad, de la fuerza, de lo increíble que fue conjuntar todos los elementos de los que nos hablaron, ver de qué hablaban cuando decían que se trataba de cuatro músicos improvisando frente a una película experimental, cuando por lo vimos hecho todos o casi todos supimos que Text of Light también fue un concierto mucho muy emotivo, y quienes fueron saben muy bien de qué estamos hablando.


Comunicado: Se pospone el concierto de Melvins-Earth en el Lunario de este sábado

4 barriles de pólvora sobre el escenario: Evan Parker e invitados en el Teatro de la Ciudad



Ayer lo volvieron a hacer. Se subieron al escenario del Teatro de la Ciudad y lo volvieron a hacer.


Un concentrado Mark Dresser (que parecía lo contrario) y un serpenteante Remi Álvarez, en sólo 3 piezas, prepararon el terreno para lo que vendría. Mientras Dresser recorría todos los rangos posibles en el contrabajo (pulsándolo hasta sacar las cuerdas de su lugar, golpeándolo, con los dedos, con el arco, pasando de notas muy cortas y veloces a repeticiones que abotagaban todo), Álvarez daba momentos de agitación, luego de calma. No podemos decir mucho de lo que hizo Remi, porque hizo todo. Exploró el rango de un saxofón casi con lupa, de golpes de aire a prolongaciones que dejaron inundado el piso del escenario, de ráfagas de notas a medias notas, a el sonido del saxofón solo, el viento. Durante su presentación, ambos artistas dejaron en claro que tienen su campo tan abarcado y dominado que, por un lado, Dresser no deja de tirar toda la carne al asador y dejar, casi que provocar, que las cosas salgan mal, sólo para que salgan cada vez mejor que la vez anterior. Dresser parecía tan disperso que parecía que hacía lo posible por que todo se saliera de control, que se cayera al piso, que se viniera abajo: y lo único que conseguía era que todo se fuera haciendo más y más sólido y abrumador. Y Remi, por el contrario, hacía que cada uno de los sonidos que emitía pareciera más y más decidido. Álvarez soltó todo lo que puede soltar un saxofón y aunque a los ojos puede parecer una improvisación libre, aleatoria, todo lo que hacía era perfectamente determinado. Lo que vimos ayer fue a un contrabajista que a la fecha se da el lujo de provocar incendios con elegancia y a un saxofonista que dio una clase de por qué hace y es lo que cualquier entendido del free jazz en este país sabe que es y hace. Una figura clave. Y punto.


Anoche 4 forajidos se subieron al escenario del Teatro de la Ciudad. Aunque conocidos por todos y esperados por más, nadie sabía exactamente cómo es que cuatro personalidades como las de Evan Parker, Chris Corsano, John Russell y John Edwards podrían mezclarse sin que nadie saliera lastimado. Era como poner cuatro barriles de pólvora con una mecha esperando que pasara un milagro. Y por supuesto que no ocurrió. Todo empezó con John Russell. Desde que se sentó en su lugar y esperó a que llegaran los demás (lo que nos recordó a otro dandy de la guitarra como es Robert Fripp), todos sabíamos que algo tenía entre manos. Y lo que tenía era una guitarra acústica con cuerdas de metal que no se incendió de milagro. Todos sabíamos más o menos qué esperar de Russell, todos hemos escuchado discos, visto videos, pero nadie tenía una imagen exacta de lo que tendría lugar allí. Con su pose recatada y su manera de tomar la guitarra tan tradicional, Russell torturó a su instrumento para la sorpresa de la mayoría. Era fascinante ver a un hombre de pelo blanco y buenos modales mover las manos tan rápidamente. Russell igual podía azotar sus cuerdas y, en un instante, tocar armónicos tan delicadamente. Robert Fripp fue un punto importante en su carrera porque él le habló de otros caminos posibles en la experimentación en guitarra, y anoche uno pensaba en el cerebro de King Crimson y veía a este hombre y lo que veíamos era a un monstruo que se había salido del "buen camino". Uno advertía algunos elementos que de repente podían rastrearse en Fripp, pero en ese momento Russell pasaba a golpear las cuerdas, a rasparlas hasta que perdieran su timbre de la acumulación que lograba. Russell abarcaba más notas de las que los oídos de muchos logramos abarcar, y en este carácter abierto de todo, en este sonido tan delicado pero de apariencia tan áspera, es que se movió todo el tiempo.


John Edwards no se quedó atrás. Como si se tratara de una competencia con Mark Dresser, Edwards vino decidido a mover todo de su lugar. Edwards es, un poco a la par de Remi Álvarez, de los que hicieron tanto el tiempo que estuvieron sobre el escenario, que es difícil describirlo. Podemos resumir que arrasó con su contrabajo, que cortó el aliento de varios, que mientras todos los demás parecían estar copando el espacio de los demás, Edwards siempre salía de en medio y lograba ponerse a la cabeza con ellos. En serio, es difícil y frustrante tratar de describir lo que hizo Edwards, pero podemos tratar de resumir parcamente que su papel detrás del sonido de los demás, aunque perfectamente integrado con ellos, al mismo tiempo despedazaba cualquier idea de lo que un "bajista" debía hacer detrás de figuras como las de Corsano o Parker. Si la idea de un bajista es la de proveer un escenario o un fondo contra el cual los demás urdan trabajar, Edwards se dedicó a complicarlo lo más posible. Y cualquiera que haya ido sabe que no fue poco.


Chris Corsano, como ya se esperaba, lució el vandalismo percusivo que lo caracteriza y lo pone como uno de los bateristas más explosivos de la escena de improvisación actualmente. Durante la presentación, Corsano dio destellos de un virtuosismo volátil e increíblemente flexible. Mientras Edwards trataba de romperle las cuerdas al contrabajo y Russell sólo hacía la finta de hacerlo, siempre quedándose al límite, Corsano, al mismo tiempo que utilizaba técnicas y movimientos complicados, lograba mimetizarse con los demás músicos. La técnica de Corsano, suficiente para mantener un espectáculo solo el tiempo que sea, se escondía detrás de los demás instrumentos. Por rebuscado que pueda sonar, Corsano brillaba rápidamente al tiempo que su mayor virtud era mantenerse en el mismo círculo que los demás. Aunque, por supuesto, hubo momentos de expresividad: muchos de los asistentes se frotaban las manos cuando Parker, Edwards y Russell dejaban pasar el silencio y dejaban libre a Corsano. Durante algunos minutos, dio cátedra de utilización del triángulo en la batería contemporánea: mientras repartía tiempos entre todos los tambores y herramientas, Corsano, triángulo sostenido con los dientes, provocaba un ritmo tan agudo, tan perfecto y ligero que por momentos parecía increíble que no fuera un loo producido con un pedal o una laptop. Mientras Corsano mantenía levitando su triángulo bajo su mandíbula, nadie se explicaba cómo lograba mantener los demás sonidos en activo al mismo tiempo. Corsano, que puede hacer esto y más, dio sólo un momento de virtuosismo como el que todos esperaban y luego, un segundo después, se integró de nuevo al grupo.


Evan Parker, parado serenamente con un único saxofón entre Russell y Corsano, permanecía estoico mientras los demás se hacían pedazos entre sí. Evan se limitó, con toda esa elegancia que lo caracteriza (aun cuando sus presentaciones sean lo brutales que suelen ser) a meterse en los espacios que se despejaban entre los demás. Parker empezaba a soltar un alud de notas y de repente ya era el dueño de toda la situación, y los demás lo seguían, y se detenía, y los demás tenían que volver a encontrar su camino de vuelta. Parecía que Parker entraba para poner orden, y lo único que hacía era alterar todo sólo para dar un paso atrás y ver lo que pasaba. Cuando veía que el incendio estaba por apagarse, volvía a entrar. Por supuesto que Parker dio todo lo que se esperaba que diera: las notas raudas, agresivas, fuertes. Sin despeinarse, Parker arrolló a todo el público e hizo que pareciera que los demás le abrían camino cómodamente. Su presencia en el escenario fue tan sutil y calmada que no parecía ser de él de quien venían todas esas notas. No presenciamos esas demostraciones sobrehumanas de lengüeteo que lo hicieran famoso en sus inicios, pero sí vimos cómo alguien que ha roto todas las fronteras técnicas se las arregla para lograr algo todavía más sorprendente hoy. Parker se comportó como un caballero sobre el escenario e hizo destrozos con tan sólo provocar a los demás un poco para intervenir y terminar de derrumbar todo.


Uno de los aspectos más interesantes de todo el concierto fue un cierto sonido fragmentado, hecho pedazos por los cuatro barriles de pólvora sobre el escenario. Las notas empecinadamente cortadas de Russell, los golpes de Edwards y el tumulto de Corsano a la par de los hachazos de Parker provocaron una atmósfera muy densa pero en partes. Uno escuchaba "pedazos" de sonido que se tenían que repartir entre las cuerdas, la batería y el viento. Era como si entre los cuatro pusieran todo el sonido en una trituradora. Para todos aquellos que no pudieron con todo lo que se desató ayer, quizá esta sea una buena definición: nos dieron un sonido tan grande, tan fuerte y tan macizo que la única manera de tomarlo (o dejarlo) era así, en pedazos, en piezas, todas al mismo tiempo. Mientras Parker, Corsano, Russell y Edwards despedazaban su propio sonido y nos lo daban a raciones, todos los que asistimos tuvimos que agachar la cabeza y esperar no salir lastimados, porque, como desde el principio temíamos, hubo explosiones en el escenario.

Yo creo en los fantasmas: The Residents en el Lunario


La noticia se corrió como reguero de pólvora: The Residents, sí, la banda de culto con más de 40 años de trayectoria, cuyos proyectos se multiplican con los años, cuyas presentaciones parecieran haber alcanzado el límite sólo para reconstruirlo y volverlo a romper en su próximo proyecto, sí, venían a la Ciudad de México dentro de Aural en fax - Festival de México. Muchas personas no entendían si era en serio. Escuché a alguien decir, del corazón: "Nunca pensé que los vería en vivo alguna vez". Esta expectativa, de incrédulos y enterados, hizo que su concierto en el Lunario del Auditorio Nacional ayer martes, se volviera un sol out desde la semana pasada. Desde entonces, supimos de varios que rogaban por boletos, de gente que se había desplazado desde lugares lejanos sólo para verlos, personas que ofrecían el doble por un boleto. Una pléyade de geeks que reverenciaban a unos artistas conocidos, a lo mucho, por usar máscaras de ojos en esmoquin se congregaron anoche en el Lunario. Demasiada reverencia para un trio de desconocidos. Sí, la banda de desconocidos más famosa del mundo.


Rumores indicaban que algunos se habían organizado para llegar disfrazados al concierto, cual fiesta de Halloween. Y sí, algunos desadaptados (y en un concierto de The Residents este adjetivo es definitivamente positivo) lo hicieron. Eran muy pocos, èrp alcanzamos a ver réplicas de The Residents que sólo les faltaba una guitarra Ibanez o una MacBook, máscaras de luchadores, diablos, náufragos, un M&M o un obrero de construcción. A esto agréguenle un Lunario lleno a reventar (no lo recordábamos así desde Boredoms hace un año) y un escenario montado como para una telenovela estadounidense.


Y entonces ocurrió. Al escenario saltaron dos enmascarados con dreadlocks, trajes de lentejuelas, goggles y mucha elegancia. Se colocaron detrás de una laptop y una guitarra. Y detrás de ellos un anciano en calzones, bata y zapatos de payaso invitó a todo el mundo a su sala. The Residents todavía no habían terminado de instalarse cuando todo el mundo ya estaba gritando. Desde los emocionados por ver en movimiento una imagen que sólo conocían por fotos, hasta fans from hell que pedían la versión en español de "Constantinopla" o algún despistado que presumió su versión en LP de Meet de The Residents comprado en el Chopo durante todo el concierto. Este asombro simple y sencillo, por verlos por fin cara a cara (o máscara a cara) fue tan grande que una multitud de celulares y cámaras se alzaron. En serio, esto es normal en cualquier concierto, pero en mucho tiempo no habíamos visto tantas pantallas de 6x4 cm frente al escenario que grababan.


"Nosotros solíamos ser 4, pero dejamos a Carlos en Guadalajara", fue la excusa inicial. Luego de eso, se olvidaron del público para ponerse a contar historias en voz alta, platicar con personas que se aparecían en pantallas detrás del escenario (que contaban las historias más crípticas que hayan escuchado, si es que alguien escuchaba algo entre tantos gritos) y dar tumbos por el escenario o ver la tele en estática.


Una cantidad de ruido gigantesca llenaba todo el espacio del Lunario, y lo mejor es que nadie sabía cómo es que esas cantidades de sonido salían de dos enmascarados que no se movían ni un centímetro de sus posiciones. Sobre este telón de fondo, lo que veíamos era a tres maniquíes como sacados de la nada encima de un sonido que nadie sabía de dónde venía. Nadie sabía exactamente qué es lo que estaba pasando ahí arriba, muchos asistieron por la enorme curiosidad de verlos, otros porque pensaban que tocarían sus "canciones" más famosas, otros pensaban que destruirían el lugar y otros sólo iban porque sí, pero aunque había un dejo generalizado de incertidumbre (muy placentera, admitámoslo), una cosa sí sabíamos: se trataba de algo muy MUY denso.


El anciano en bata contó más historias, al parecer, la principal era sobre gente que veía en el espejo, pues, confesó desde el principio: "Yo creo en los fantasmas". Mientras The Residents tomaban prestado todo tipo de músicas (ninguna de ellas las reconocerán, ni se esfuercen), que sonaban a todo y a nada gracias a la guitarra super-procesada y a una MacBook que usaba cualquier cantidad de herramientas para armar algo similar a una melodía, escuchábamos, a veces en un canturreo delicado, otras veces a gritos y otras sólo en lip-sync, canciones que se extendían por horas y que más bien parecían una cosa entre una ópera o una obra de teatro. The Residents no se movieron tanto en el escenario, y con algunos movimientos de manos (de esos hubo muchos), le prendieron fuego al lugar, pero fuego de otro tipo, de ese que si ven las fotos no lo van a ver. Para entender el caos que armó The Residents anoche, lo sentimos mucho, tendrían que haber estado allí.



Cuando pensamos que había terminado todo: error. The Residents regresó a sacarle lo último que pudieran sacarle a su guitarra y a los beats de la laptop. Con un abrigo de mink o bisón o de fibra de vidrio con costuras internas de calaveritas y focos (parecía una foca que se tragó una extensión navideña), el anciano regresó a jurar que esta vez sí nos enseñaría a la gente del espejo. 1000 asistentes se inclinaron de puntitas listos para ver cuando la luz sólo para verla estallar en la cara del anciano, que comenzó otro vaudeville más, y luego otro, y otro.


Ok, ok, estamos abusando de frases como "es inclasificable", "es indistinguible", "estuvo increíble", pero la verdad, en resumidas cuentas:





No tienen ni idea de lo que fue The Residents anoche.

Una experiencia compleja para principiantes: Inside Out in the Open / Nornoise


Como escuchas, en mera calidad de público, solemos esperar muchas cosas de lo que vamos a oír cuando vamos a un concierto. Desde el poder ver los instrumentos al entrar al recinto, el momento justo cuando los músicos entran al escenario (o salen), cuando hacen lo que menos pensaríamos que harían con ese objeto extraño que estaba en un apoyador de guitarra (¿alguien recuerda el shock que fue ver a Atsuhiro Itto en Radar 2008 cuando resultó que de ese tubo de neón salía ruido?) o cuando tocan algo más o menos conocido (aunque eso eso no pase tanto en la experimentación y el noise); toda esa expectativa de ver a un sujeto experimentando sobre una mesa o sobre tres tambores gastados genera una resistencia a la prueba de fuego que será la experiencia, pero también genera mucha expectativa.







Como la generación Youtube de la que muchos somos parte (personas cuyo primer acceso a la música de algún artista suele ser vídeos en vivo en lugar de grabaciones), la idea de ver a un artista en directo suele ser rara: desde los vídeos grabados con el celular que no se ve ni se escucha nada, hasta grabaciones profesionales en donde todo se ve mucho más elegante de lo que es en realidad. Si a eso le agregamos el tono underground de muchos proyectos experimentales y noise, se entiende que estemos poco acostumbrados a ver artistas frente a la cámara haciendo algo que no sea destrozar guitarras o sacarle ruido a una caja con plugs. La mejor manera de comenzar haciéndolo, o por lo menos una muy recomendable, es Inside Out in the Open de Alan Roth:



Con toda esta parafernalia y expectativa previa, a veces hace falta escuchar menos, poner más atención, bajar la guardia que normalmente se guarda con un ejército de músicos en el escenario. Inside Out in the Open es un documental de Alan Roth que funciona increíblemente precisamente por esto: el carácter llano de todo él. En el documental vemos, sin mayor ciencia, a algunas de las voces más autorizadas en el campo de la experimentación, la improvisación y el free jazz. Son músicos a los que estamos acostumbrados a escuchar pero no a leerlos. Mientras sueltan algunas ideas, particularmente sencillas y directas, acerca de la labor que han llevado a acabo las últimas décadas, entendemos, casi con sorpresa, que algo tan complejo como es la música, que se desarrolla en el escenario con tantos elementos, pueda resumirse en tan pocas y tan sencillas palabras. Aunque suene tonto, lo que vemos es a un montón de viejos muy muy sabios que resumen el trabajo de toda una vida en algunos renglones. Esto es lo mejor de Inside Out in the Open: da una visión ridículamente clara de una práctica ridículamente compleja.




Generalmente, un documental exitoso tiende a usar una de dos armas: presentar hechos contundentes, o hacer de sus entrevistados un personaje, un elemento recordable. Es curioso que cuando vemos una película, una obra de teatro o libro, tendemos a pensar en los personajes como personas reales. Alan Roth hace justo lo contrario, y con resultados sorprendentemente efectivos: sus entrevistados no podrían estar más desnudos y carentes de efectismo (los momentos más fuera de lugar parecieran ser las grabaciones en vivo, y aún así todo parece ser agradablemente parco), y los hechos que presenta no podrían ser más simples: músicos hablando de música. Esto es curioso: hablan de la manera en que entienden todo el fenómeno que implica su trabajo y lo hacen en los términos en que ellos lo entienden en primer lugar. Cuando uno pierde el hilo de la conversación, pareciera que están hablando de cualquier otra cosa: filosofía, arte, algo más sociológico. Una visión tan amplia de la música no podía ser mostrada sino con una estructura de lo más directa. Si algo podemos decir que aporta Inside Out in the Open de Alan Roth es precisamente eso: facilita un acceso de una manera tan abierta que uno empieza a entender el código de lo que están hablando estos músicos viejos casi sin darse cuenta.






Por su parte, Nornoise de Tom Hovinbøle, es un documental, como su nombre lo indica, sobre noise. Su director entrevista a nombres que han modificado el curso de la música en últimos años, como Merzbow, Jazkamer u Otomo Yoshihide. El documental, en sentido diametralmente opuesto al de Roth, retrata con una pasión y energía un tipo de música que ha evolucionado a pasos agigantados en los últimos años por diversos factores: el boom de internet como plataforma de visibilidad, la tecnología y su accesibilidad en años recientes, el ímpetu de una generación por la experimentación y las posibilidades que ofrece como una manera de entrar en la música como un primer acceso. Piénsese en todas las personas que llegan al noise por diversas vías (bandas de rock, una educación musical más contemporánea o totalmente clásica). Ver Nornoise es como compartir esa energía inicial, cuando todo suena distinto y todo suena a una posibilidad. Una vez que uno aprende cosas, que memoriza definiciones y experimenta otras, hay un punto de asombro que es prácticamente imposible de recuperar. Nornoise es una manera extraña entre la profesionalidad de estos músicos y el ímpetu casi joven de descubrir nuevas maneras de producir sonido. Conceptos tan complicados como la duración, la memoria, la acción o la composición terminan por borrarse un poco ante el furor de descubrir algo que antes no oíamos.






Inside out in the Open, de Alan Roth, y Nornoise de Tom Hovinbøle se presentarán en El nicho Aural.






El nicho Aural

Proyecciones audiovisuales #2

Inside Out in the Open de Alan Roth (EU) / Nornoise de Tom Hovinbøle (NOR)D

Domingo 20 de marzo, 11-12:30 hrs

Laboratorio de Arte Alameda

Gratuito